Agosto 31 del año 2020
Estimados hermanos y estimadas hermanas
¡Gracia y bien sea con ustedes!
El mundo entero se encuentra atravesando por una nueva pandemia. Una vez más la creación entera gime con dolores de parto.
De repente, en medio de la producción que no reconoce límite alguno, un virus que muta y pasa de los animales al ser humano y de humano a otro humano, se ha convertido en una tragedia de dimensiones mundiales.
La naturaleza nos está dando una dura lección. De pronto el mundo se ha vuelto más pequeño. Estamos más interconectados y somos más interdependientes de lo que pensábamos. Redescubrimos nuestra humanidad y todas sus contradicciones inherentes. La pandemia revela la desigualdad del mundo en que vivimos. Nos da prueba de la profunda crisis del actual modelo económico neoliberal, la ineficiencia de las políticas públicas y la crisis del Estado en lo que se refiere a salvaguardar el bien común y la justicia social.
El coronavirus no respeta a nadie y su impacto en las distintas poblaciones también es desigual. En América Latina y el Caribe las condiciones de vida se volvieron aún más duras. A las desigualdades existentes, la violencia y las injusticias de cada día, se sumaron cientos de miles de personas muertas y millones enfermas. Sin que nada lo advirtiese, y de un momento para otro, se cerraron las fuentes de trabajo donde ganar el pan: las fábricas, los comercios, el turismo, la calle. Se cerraron los lugares de esparcimiento, de encuentro. Se cerraron las casas y los lugares de refugio. También cerraron nuestras iglesias.
En tal sentido, hay que decir que muy pocas son las experiencias sociales de carácter planetario que hayan sido capaces de producir desequilibrios, rupturas y un despliegue exponencial de incertidumbre tales como la que hoy estamos experimentando.
Pero en medio de la fragilidad, cuando todo parece derrumbado que surge la experiencia de la fe que nos lleva a decir junto al salmista: “¿De dónde vendrá mi ayuda? Mi ayuda vendrá del Señor, creador del cielo y de la tierra” Salmo 121.
Hoy se hace urgente vivir y experimentar la gracia de Dios. Reconocer con humildad que nadie se salva por sus propios méritos; abandonar todo deseo ilimitado de omnipotencia y abrazar la cruz, las contrariedades de este mundo y a quienes las padecen, para encontrar allí un camino de vida nueva. La realidad hoy nos desafía a retornar a conceptos teológicos como los del pecado personal y el pecado estructural que, en este momento, desvelan su rostro cruel y aterrador.
El tiempo presente y futuro debe ser de hospitalidad y comunión, donde podamos reconocernos y valorarnos sin distinciones, colaborando mancomunadamente en la edificación de una sociedad más humana, igualitaria y ecológica.
Es tiempo de oración: por las personas enfermas, por quienes les cuidan y curan; por quienes sufren la pérdida de un ser querido; por científicos que buscan encontrar una vacuna; por las personas esenciales que siguen trabajando en medio del peligro; por las autoridades encargadas de cuidar a la población; por las mujeres y niñas que padecen violencia; por las poblaciones indígenas que han sido sumergidas en el olvido; por quienes viven al día y no pueden salir a ganarse el pan; por los y las migrantes que son rechazados y rechazadas allí donde vayan; por nuestros mayores que están desprotegidos; por los jóvenes que esperan recuperar la alegría de encontrarse; por los niños que quieren llenar otra vez las plazas; por los hombres y mujeres que necesitan volver sus actividades, ganarse el pan y disfrutar de la vida. Es tiempo de orar por quienes ofrendan su tiempo y sus dones a quienes necesitan una mano solidaria. Orar por nuestra iglesia y por sus líderes y lideresas. Orar, porque unidos y unidas en la oración se multiplica entre nosotros y nosotras la fe y la certeza de que el Señor nos cubre con su mano.
Que la palabra de Cristo pueda reconfortarnos y mantenernos en la paz de Dios, que pueda darnos la serenidad que necesitamos en estos tiempos de pandemia que están llenos de dolor, perdidas, aflicción, incertidumbre y sufrimiento. ¡Que Dios nos dé sabiduría y nos inspire para que seamos testigos de la vida con actitudes que expresen la misericordia y el amor que surgen de la fe en Él!
Es tiempo propicio para que nuestras comunidades luteranas diseminadas en América Latina y el Caribe sean instrumentos al servicio de Dios, compartiendo el anuncio del Evangelio y también el pan, ofreciendo cuidado y renovando la esperanza en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Que el Espíritu Santo nos asista y guíe para que así sea. Amén.
Líderes y Lideresas en toma de decisión
Iglesias miembro de la FLM